Amor maternal y ambivalencia afectiva

a«Mis hijos me producen el sufrimiento más intenso de mi experiencia. Se trata del sufrimiento de la ambivalencia: la insoportable alternancia entre tener los nervios de punta y un amargo resentimiento, y sentir un inmenso cariño y gratificación por la felicidad que me causan. Mis sentimientos hacia estos pequeños seres inocentes hacen que a veces me considere un monstruo de egoísmo e intolerancia. Sus voces consumen mis nervios, sus constantes necesidades, por encima de todo su necesidad de simplicidad y de paciencia, me llenan de desesperación ante mis propios fracasos, ante mi destino, que es desempeñar una función para la que no estaba preparada.»

«Sufrir con un niño, por él y con él – maternal, egoísta y neuróticamente, y a veces sintiéndome desvalida y otras con la ilusión de estar conociendo la sabiduría -, pero siempre, en todas partes, en el cuerpo y en el alma, con aquel niño porque ese niño es una parte de mí misma. Sentirse atrapada por oleadas de amor y de odio, y hasta de los celos de la infancia del niño, esperar y temer su madurez, desear librarse de la responsabilidad, saber atada por cada una de las fibras de tu propio ser. Aquella curiosa reacción primitiva de protección, la bestia que defiende a su cachorro, cuando alguien lo ataca o critica… y, sin embargo, nadie es con él tan dura como yo!»

«Suposiciones que no se han examinado a fondo: primero, que una madre “natural” es una persona que carece de otra identidad, alguien que puede hallar su más importante gratificación pasando el día entero con niños pequeños, acomodando su paso al de ellos; que hay que dar por sentado que madres e hijos deben estar solos juntos en casa; que el amor maternal es y debería ser literalmente desinteresado; que los hijos y las madres son la “causa” de sus mutuos sufrimientos. Yo estaba obsesionada con el estereotipo de la madre cuyo amor es “incondicional”, y por las imágenes visuales y literarias de la maternidad como identidad unívoca. Si yo sabía que había dentro de mí zonas que nunca concordarían con aquellas imágenes, ¿no eran estas zonas anormales, monstruosas? Y como señaló mi hijo mayor, ahora de veintiún años, cuando leyó los pasajes transcritos más arriba: “Parece que creías que tenías que amarnos todo el tiempo. Pero no existe ninguna relación humana en la que puedas amar a la otra persona en todo momento”. Sí, traté de explicarle, pero siempre se ha creído que las mujeres – y las madres sobre todo – aman así.»

«El niño (o los niños) podía estar absorbido en lo suyo, en su propio mundo; pero tan pronto sentía que yo me deslizaba hacia un mundo que no le incluía, se me acercaba, tiraba de mi mano, pedía ayuda, golpeaba las teclas de la máquina de escribir. En aquellos momentos me parecía que sus deseos no eran auténticos, como si en lo que estuviera realmente interesado fuera en escamotearme mis únicos quince minutos de independencia. Yo montaba en cólera, sintiendo lo inútil del esfuerzo de rescatar mi propio yo, y al mismo tiempo notaba la desigualdad entre ambos: sopesando mis necesidades y las de mi niño, las mías salían inevitablemente perdiendo. Me decía a mí misma que podía quererles mucho mejor después de un cuarto de hora de aislamiento y de paz, centrada en mí misma en vez de en mis hijos. Sólo un cuarto de hora! Pero si yo – mi espíritu, no mi cuerpo – me trasladaba a un reino más allá de nuestra estrecha vida común era como si un hilo invisible entre el niño y yo se tensara y se rompiera, haciéndolo sentir solablemente abandonado. Era como si mi placenta hubiera comenzado a negarle oxígeno. Como todas las demás mujeres, esperaba con impaciencia la llegada de su padre; entonces, durante una hora o dos al menos, el círculo dibujado alrededor de la madre y los hijos se aflojaba y la intensidad entre nosotros disminuía, pues a la casa había llegado otro adulto.»

«Nada me había preparado para la intensa relación que me unía con la criatura que había llevado en mi cuerpo y que ahora sostenía en mis brazos y alimentaba con mis pechos. Se insta a las mujeres embarazadas o criando a relajarse, a remedar la serenidad de las madonnas. Nadie menciona la crisis psíquica que sobreviene a la concepción del hijo, la conmoción de los sentimientos largo tiempo guardados hacia la propia madre, la sensación confusa de poder y de impotencia, de no controlar nada, por un lado, y de poseer nuevas potencialidades físicas y psíquicas, por el otro, y una sensibilidad acrecentada que puede ser estimulante, provocar aturdimiento o extenuación. Nadie menciona la novedad de la atracción – que puede ser tan arrolladora y obsesiva como la primera fase del enamoramiento – hacia un ser tan pequeño, tan dependiente, tan replegado en sí mismo, que es y no es parte de una misma.»

Recientemente, terminé de leer el libro «Nacemos de mujer» de Adrienne Rich, publicado en el año 1996. No quería dejar de compartir estos fragmentos del mismo: renglones sinceros, transparentes, donde la autora comparte sus sentires, con todo lo que eso implica en una sociedad donde el ideal de maternidad está romantizado; donde se deja por fuera la complejidad, la ambigüedad y la ambivalencia del amor maternal; donde los sentimientos de culpa suelen estar siempre en escena; donde los mandatos (externos e internalizados) pueden resultar aplastantes; donde muchas veces no hay lugar para el(los) deseo(s) de la mujer más allá de su maternidad…

(*) Natalia S. Liguori
Lic. en Psicología (MN 47.600 – MP 96.341)
natiliguori@yahoo.com
https://licenciadanatalialiguori.wordpress.com


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