Probablemente uno de los acontecimientos más memorables y dramáticos que hayas protagonizado fue el de tu propio nacimiento. Durante nueve meses flotaste cómodamente en el universo cálido, oscuro y acuático que era el útero de tu madre. Muy de cuando en cuanto un ruido ahogado o una emoción maternal intensa creaban una interferencia en la tranquilidad de tu mundo, pero la mayor parte de las veces estabas en perfecta unidad con aquel ambiente de paz.
Entonces, casi sin advertencia alguna, hubo un día en que sentiste una poderosa sacudida, y las corrientes y los remolinos sedantes de aquel mar amniótico fueron reemplazados por las contracciones de una fuerza sísmica. Se había iniciado tu viaje a lo largo del canal del nacimiento.
La odisea terminó varias horas después, cuando asomaste la cabeza por la abertura vaginal. Si tuviste un nacimiento ideal, sonaba una suave pieza de música y a ti te pusieron al pecho de tu madre, mientras tu padre los acompañaba. Si te tocó un nacimiento con intervenciones de rutina, te habrás encontrado en una ruidosa habitación, demasiado iluminada y fría, que a ti, por lo menos, te debió parece algo así como una calle céntrica en horas pico, y donde había unos extraños que te observaban y te examinaban, mientras tu madre, languideciente, esperaba que la dejaran verte.
Durante la mayor parte de este siglo, los expertos han creído que los recién nacidos son inmunes a las condiciones en que les toca nacer. Es más, se consideraba absurda la idea de que la experiencia del nacimiento pudiera tener algún efecto perdurable. Pero hoy las investigaciones más recientes no dejan mucho margen para dudar de que la vivencia del nacimiento tiene sobre todos nosotros un efecto profundo.
Fragmento del libro «El vínculo afectivo con el niño que va a nacer» del Dr. Thomas Verny (Psiquiatra Perinatal)