Hacía tiempo que había dejado de querer a esa mujer. Ya lo sé, a ver si te crees que necesito que me lo digas, se trata de una actitud defensiva. Si yo no la quiero, que ella no me quiera duele menos. O se compensa, andá a saber. Pero lo que te quería describir es lo fuerte que puede ser escuchar esta expresión de las buenas hijas de tu mala madre. Porque una cosa es que lo pensara yo, otra que me animara a decirlo, pero llegar al punto de tener que oírlo de boca de mis hermanas me atormentó. Ni por el deseo explícito de que le fallara la parodia y muriera de una vez (todavía puedo imaginarla en el féretro con esa sonrisa jactanciosa que la define: «viste que no mentía cuando decía que me iba a matar»), lo devastador era ver en el reflejo de mis hermanas, la crueldad de nuestra historia: no querer a tu madre es la ausencia de un sentimiento intransferible. Es un amor que se consume porque no se le puede destinar a nadie más. Lo importante es que el triunfo es suyo: ella logró convertirnos en hijas que no aman a su madre. Y se regodea en esa conquista, probablemente la única satisfacción de su larguísima vida.
Cuando llegué a la guardia del hospital seguía nerviosa, pero al ver llorar a mis hermanas me reprimí. Mi madre estaba en terapia intensiva, después nos explicaron que su coma era alcohólico. Se pasó toda la vida amenazando con el suicidio y ahora mis hermanas le creían. «Esta vez se quiso matar en serio», me dijo María Eugenia. Y entonces sí, me puse a llorar. Llorábamos porque mamá seguiría viva, amenazado con dejar de estarlo cada vez que algo no le gustara. Llorábamos porque el parte médico no debería haber sido tan favorable para ella. Porque, otra vez, nos colocaba en el lugar más desfavorable posible. Lloramos porque a nadie le gusta desear que se muera su mamá.
Fragmentos de «Honrarás a tu madre» de Ingrid Proietto