El niño podía estar absorbido en lo suyo, en su propio mundo; pero tan pronto sentía que yo me deslizaba hacia un mundo que no le incluía, se me acercaba, tiraba de mi mano, pedía ayuda, golpeaba las teclas de la máquina de escribir. En aquellos momentos me parecía que sus deseos no eran auténticos, como si en lo que estuviera realmente interesado fuera en escamotearme mis únicos quince minutos de independencia. Yo montaba en cólera, sintiendo lo inútil del esfuerzo de rescatar mi propio yo, y al mismo tiempo notaba la desigualdad entre ambos: sopesando mis necesidades y las de mi niño, las mías salían inevitablemente perdiendo. Me decía a mí misma que podía quererles mucho mejor después de un cuarto de hora de aislamiento y de paz, centrada en mí misma en vez de en mis hijos. ¡Sólo un cuarto de hora! Pero si yo – mi espíritu, no mi cuerpo – me trasladaba a un reino más allá de nuestra estrecha vida común era como si un hilo invisible entre el niño y yo se tensara y se rompiera, haciéndolo sentir solablemente abandonado. Era como si mi placenta hubiera comenzado a negarle oxígeno. Como todas las demás mujeres, esperaba con impaciencia la llegada de su padre; entonces, durante una hora o dos al menos, el círculo dibujado alrededor de la madre y los hijos se aflojaba y la intensidad entre nosotros disminuía, pues a la casa había llegado otro adulto.
Fragmento de «Nacemos de mujer» de Adrienne Rich