Tengo 38 años y aún identifico algunas huellas del #bullying sufrido. Pese a que se me anuda el estómago al escribirlo, me parece importante hacerlo: sobre todo hoy, 2 de mayo, que se conmemora el día mundial de lucha contra la #violencia y el #acosoescolar . Me cansé de escuchar en mi infancia que era cosa de chicxs; que no les diera bola y que, así, iban a dejar de molestarme. No lo hicieron. Me hubiera encantado, al menos, no sentirme responsable, no sólo por lo que vivía sino también por no encontrar la forma de detenerlo.
Las definiciones del diccionario de la palabra «padre» relacionan su significado con aceptar responsabilidad, sin ninguna mención de palabras como «ternura» y «afecto», pero esas palabras sí se usan para definir lo que significa la palabra «madre». Al colocar la responsabilidad única de nutrir —es decir, de satisfacer las necesidades emocionales y materiales de los niños— sobre las mujeres, la sociedad refuerza la idea de que la madre es más importante que el padre. Estructurado dentro de las definiciones y del uso mismo de los términos «padre» y «madre» está el sentido de que esas dos palabras se refieren a dos experiencias radicalmente diferentes. Caso de que los hombres y las mujeres aceptemos una responsabilidad igual en la crianza, juntos deberemos definir la labor del padre y de la madre de la misma manera. Incluso las teóricas feministas que han subrayado la necesidad de que los hombres compartan de manera equitativa el cuidado de los hijos se resisten a dejar de adjudicar un valor especial a la maternidad. Esto ilustra la disposición de las feministas a glorificar la experiencia fisiológica de la maternidad, así como su falta de disposición a renunciar a la maternidad en tanto área de la vida social en la que las mujeres pueden ejercer poder y control. Las mujeres y la sociedad en su conjunto a menudo consideran al padre que cría por igual como algo único y especial, en lugar de la representación de lo que debería ser la norma.
Mi hijo se esfuerza por mantener la mirada fija en mi rostro y, de pronto, sin que él logre comprender cómo, este se desvanece detrás de mis manos para reaparecer a los pocos segundos. Cada vez que esto ocurre él se sorprende, ríe y patea como si se tratara de un prodigio fantástico. Yo también estoy sorprendida porque el juego no se agota y puedo pasar toda la mañana usando mis palmas para desaparecer y siempre seré recibida de nuevo con una expresión de júbilo. Las madres somos, durante un breve tiempo, las dueñas absolutas de la magia. Me ha dicho el pediatra que debo convertir el acto mágico en un ritual matutino para que el cerebro de mi crío vaya comprendiendo algo que él llama permanencia del objeto. En pocas palabras, al esconderme tras mis propias manos, enseño a mi hijo que puedo seguir existiendo incluso cuando él no me está mirando. Entiendo que eso es algo importante para su desarrollo neurológico, pero no puedo ocultar lo mucho que me complace la idea de que, de algún modo, lo primero que le estoy enseñando a este prospecto de persona es que mi existencia no está determinada por su mirada. A través de su sorpresa, me estoy construyendo como un individuo independiente de él.
El retorno a una supuesta fisiología pura y la recuperación de una esencia perdida, corrompida y desconocida a la que habría que llegar para salir de un estado de alienación para parir se vuelve para muchxs una labor titánica e imposible de lograr. Se enaltece a una supuesta mujer empoderada devenida en madre que debe buscar su esencia en la recuperación de un saber sobre su anatomía y su naturaleza. Esta es la nueva modalidad que cobra el instinto materno. Muchas veces la reivindicación del parto fisiológico y la lactancia como portadores de empoderamiento y rebelión contra un intervencionismo funesto y un sistema violento, acaba por jerarquizar cierto tipo de experiencias como mejores y necesarias para la identidad mujer-madre, reproduciéndose otro tipo de opresión que se transforma en mandato y que acaba dañando: “me preparé y mi cuerpo me falló”, “intenté hasta que no pude más”, “no estuve a la altura”, “herida primal”, “sanar la cesárea/el no haber amamantado”. La contracara de no responder a la fisiología despierta una sospecha en términos de falla, falta y frustración. Sin embargo, cesárea no es sinónimo de herida, lo que puede herir, o no, son las condiciones en las que unx sujetx la atraviesa. ¿Por qué la cesárea en todos los casos se vincula a lo indeseable e inferior? ¿Acaso no es esto lo que genera heridas? ¿No hiere tener que justificar los motivos, percibirse como “haber fallado”, “tener que sanar”? El trauma no reside en el evento, lo que cobra condición de traumático es relativo a unx sujetx en determinadas coordenadas simbólicas. No hay parto, cesárea, pecho ni mamadera que, en sí mismo, oprima. Lo que oprime es la imposibilidad de contar con condiciones, información, posibilidades, accesibilidad y margen de elección. La libertad y el poder no son inherentes a un parto sin intervención ni a una lactancia sostenida. No hay motivo para pensar que el acto individual de parir y dar la teta, de por sí, empoderen más que una cesárea o mamadera. La rebelión y el empoderamiento se vinculan a trastocar la lógica social, los sentidos hegemónicos, que siempre son culturales aunque que se pretendan objetivos, naturales y universales. Josefina Cantero.
Una de las cosas que más sorprende en el relato sobre la maternidad es que LA IDEALIZACIÓN NO CEDE UN ÁPICE DE TERRENO pese a que la realidad hoy día hace que cada vez les sea más difícil a las madres estar a la altura del ideal. Al contrario, gana constantemente más adeptos. Esto no es lo mismo que decir que siempre es culpa de las madres, aunque hay una relación entre ambas afirmaciones. Crecen la austeridad y la desigualdad en el mundo; y, con ello, cada vez más niños caen en la pobreza, y cada vez más familias resisten como pueden para proteger a sus hijos de un declive social inexorable. Lo más seguro, por tanto, es que aumenten los conflictos sociales. Y en un contexto así, como en tantos momentos de crisis, se desvía la atención haciendo que el blanco seguro sean las madres; en gran medida, porque se evita de este modo una crítica social más profunda.