En aquellos tiempos, la maternidad seguía siendo un mito. Por segunda vez, traté de cumplir con todas las expectativas y dar la imagen de la mujer ideal envuelta en una bata de terciopelo dorado. Las antiguas fantasías de Benjamin, los bellos recuerdos de la infancia de James y los míos propios, el rostro satisfecho de mi bebé cuando mamaba y los miles de retratos de madres etéreas se fundieron en la imagen de una amazona dulce y poderosa cuyo cuerpo podría habitar con dignidad.
~Madre, diosa del amor, a quien todos acudimos en busca de protección y de amor incondicional, el ser humano perfecto en quien todos creemos, pues así hemos sido educados, a quien los poetas han comparado incluso con la misma tierra, que se arrodilla con los brazos extendidos presta a envolvernos y a protegernos de las lluvias, a quien ni uno solo de nosotros hemos conocido, pero que se nos aparece y nos persigue despiadadamente; Madre, no puedo encontrarte, y mucho menos ser como tu.~
Y la heroína que yo esperaba que cada mañana saliera de mi cama, encarnada en mi antiguo ser, pero envuelta en la mágica aura de la maternidad, no apareció. Al margen de lo que cualquiera pueda pensar o amar, de manera consciente o inconsciente, a viva voz o en secreto, yo no era esa persona. Solo necesitaba a mi madre.
Fragmento del libro «El nudo materno» de Jane Lazarre