La regulación emocional de las madres sintoniza con ciertas percepciones culturales sobre los mecanismos que rigen la memoria y el tiempo. Así, a las madres no solo se les dicta qué deberían sentir, sino qué deberían recordar y qué olvidar: asegurando que el porvenir traerá sin duda la dicha a las madres (si olvidan el presente del que se quejan). Las regulaciones emocionales no solo llegan desde fuera, por parte de la gente que, sentada en el balcón, lanza consejos en tono de reproche. La fuerza del aspecto afectivo del modelo de maternidad exigente reside en el hecho de que las propias madres lo tienen interiorizado. La profundidad de la interiorización puede observarse a través de testimonios que imitan “cómo deberían sentirse las madres” y “cómo deberían comportarse las madres desde el punto de vista afectivo”.
Para ser considerada “una buena madre” habría que representar “el dictado de cómo debería sentirse y actuar desde el punto de vista emocional una madre”, como si hubiera un patrón original que se espera –incluyéndose una misma- que toda madre imite. Resulta que ser madre y ejercer como tal no basta: la maternidad “correcta” ha de ser exhibida además de ejercerse. Cuando las madres no obran de acuerdo con los patrones morales prescritos –ya sea de forma voluntaria o involuntaria, bajo el peso de las circunstancias de su vida-, enseguida pueden verse tildadas, por otras o por ellas mismas, de madres malas y dañinas, proscritos con problemas morales y emocionales. Las madres podrían ser tachadas de “negligentes” cuando reanudan su trabajo remunerado “demasiado pronto” o “demasiado tarde” después del parto, o nunca, cuando no dan el pecho o lo dan “durante demasiado tiempo” o “demasiado en público”, cuando recurren a la enseñanza en el hogar para sus hijos en lugar de escolarizarlos o cuando se ven obligadas a hacer largas jornadas laborales fuera de casa, y por tanto son acusadas de abandono.
Fragmento del libro «Madres Arrepentidas» de Orna Donath