La santificación de la maternidad

La vigilancia materna se extiende de manera ilimitada. No hay día ni noche que la madre no vele tiernamente sobre su hijo. Esté enfermo o sano, ella tiene que mantenerse en vela. Si se duerme cuando el niño se siente mal, es culpable del peor de los crímenes de una madre: la negligencia. La buena madre es tierna o no es madre. A fines del siglo XVIII comienza una nueva manera de vivir, que se desarrollará en el curso del siglo XIX. Su eje es «el interior», que conserva el calor de los vínculos afectivos familiares. La familia moderna se organiza en torno de la madre.

La maternidad se transforma en una función gratificante porque ahora está cargada de ideal. El modo como se habla de esta «noble función» con un vocabulario sacado de la religión (es corriente evocar la «vocación» o el «sacrificio» maternal) señala que a la función de madre se asocia un nuevo aspecto místico. La madre es comparada de buena gana con una santa, y la gente se habitúa a pensar que una buena madre es «una santa».

Se convierte en una santa porque el esfuerzo que se le exige es inmenso. Pero contrariamente a las verdaderas vocaciones religiosas que son libres y voluntarias, la vocación maternal es obligatoria.

Al tiempo que el carácter grandioso y noble de esas tareas era objeto de exaltación, eran condenadas todas aquellas que no sabían o no podían desempeñarlas a la perfección. De la responsabilidad a la culpa no hubo más que un paso, que no tardó en franquear la aparición de la menor dificultad infantil. A partir de entonces se inició la costumbre de pedir cuentas a la madre…

Fragmentos de «¿Existe el amor maternal?» de Elisabeth Badinter


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