Si a una niña se le regala una muñeca, se le está regalando por añadidura su maternidad, advierte la escritora chilena Diamela Eltit. Si a un niño se le da un autito, lo que se le regala es la capacidad de manejar, la capacidad de seguir un camino y encabezarlo. Quien no pueda conducir deberá ser conducido, y las mujeres son empujadas a su destino materno. Tan poderosa (tan normalizada) es esa imagen de la niña revolviendo la olla con su muñeca en los brazos que algunas mujeres adultas no alcanzan siquiera a plantearse si desean o no una muñeca de piel y carne. A muchas no se les cruza por la cabeza esta pregunta. Otras la evitan porque intuyen que pudieran concluir que ese es un querer prestado o impuesto al que fueron conducidas. Un querer ajeno pero invencible.
Y no digo que sea fácil abstenerse.
A partir de los veinte, la pregunta materna que se lanza a toda mujer (rara vez a un hombre) no es si va a tener hijos o no, porque un no sería inconcebible, sino cuándo piensa tenerlos. Y si falló el reloj biológico que antes sonaba a los veintitantos y esa mujer pasa de los treinta, la fatídica pregunta adquiere un volumen categórico: se activa es despertador social intentando fijar una fecha. A medida que el cuerpo-sin-hijos de una mujer avanza imperturbable hacia los treinta y cinco, los comentarios se vuelven sin duda impertinentes. Caen como martillos.
¿Y?
¿Cuándo te vas a decidir?
¿Cómo que no?
Es un egoísmo no tenerlos.
Nada peor que la vanidad en una mujer.
Ya cambiarás de opinión.
Entre el presionante cuándo y el vas y el tener y el hijos, ronda el fantasma de un arraigado temor. Que una mujer quede para siempre incompleta (como si los hijos fueran una extensión de su cuerpo, un pedazo de su identidad, el modo de perfeccionar a ese ser informe y deficitario que sería la mujer).
Fragmentos del libro «Contra los hijos» de Lina Meruane