
Un cuerpo como este que soy, que habla, que vibra, que se expone a la mirada, que tiembla de miedo y de vergüenza, pero también de amor y de deseo.
Así es como a diario ponemos el cuerpo. Lo sujetamos con palabras, lo erguimos, lo adornamos con hebillas y tatuajes; envuelto en cosas que elegimos con precisión lo sacamos a la calle. Nunca nos olvidamos de que ahí debajo está la sangre. No, si somos feministas. Nosotras ponemos el cuerpo. Lo ponemos para hacernos de uno que sea propio, que goce con sus propios goces, que inscriba el tiempo a su ritmo, que se expanda o se contraiga según su deseo. Porque nuestros cuerpos están escritos desde antes que podamos vivirlos. Es sobre esa superficie tangible que se acuñan las instrucciones escritas por otros para su correcto funcionamiento.
Nuestro cuerpo no debe tener olores inconvenientes: si menstruamos, que sea con perfume, aunque sangremos, que sea azul. Nuestros cuerpos tienen que encajar en medidas o someterse a todo tipo de tecnologías, a veces crueles, a veces inútiles, siempre implicando dinero. O encajan o son burlados. O se meten al gimnasio o son burlados, ocultan los signos del tiempo o quedarán fuera del mercado del deseo, inhabilitados para el placer, aunque nosotras lo tomemos y lo gocemos lo mismo.
Nuestros cuerpos están hechos para aguantar, albergar, limpiar, cuidar. Borrados detrás de los deseos y las necesidades de los otros, enajenados de las decisiones más íntimas, cómo coger, cómo comer, cuándo y cómo tener un hijo o una hija, cómo parir, cómo dar la teta y en dónde. Cómo vestirse según la edad.
¿Y si no, qué? Si no, la abyección: putas, lesbianas, feminazis, gordas, estériles, locas, malas madres.
Fragmento del texto «Una historia contemporánea» de Marta Dillon, en el libro «Salud Feminista»