
Con el nacimiento del bebé las prioridades fueron otras.
Estoy fea – decía – no me bañé.
Estaba envuelta en vahos de leche y ropa vomitada. O largaba un “no te enojes pero no tengo ganas”. Daba igual.
Me gustás igual… – insistía él, estoico; pero yo sentía que algún meteorito había caído, que se había llevado a mi marido e instalado a una especie de mellizo en mi cama. Y había tantas cosas que hacer para sobrevivir al caos… Vivíamos en joggins, piyamas y ropa holgada.
Al principio contaba los días que hacía que no hacíamos el amor con un sentimiento de culpa similar al que tenía antes, cuando lo hacíamos demasiado. Después, me cansé de contar.
No era que no pensara en mí. Estaba ocupada en otras cosas. Después del bebé tuve necesidades abruptas de cambiar de profesión, de vida, de todo. Nacer de nuevo. Ser otra. Como si no fuera suficiente con el cambio que implicaba el nacimiento. Quería más. Metida en esa maratón de explosiones hormonales y reubicaciones sociales, rodaba en una vuelta de carnero interminable hacia delante. Hacia otra cosa.
Fragmento del libro «Y un día me convertí en esa madre que aborrecía» de Sonia Santoro