
Benjamin lloró y lloró durante todo el día. Volviste a casa de la universidad muy entusiasmado por alguna causa e, ignorando mi rostro sufriente, fingiste que hablabas a la mujer que una vez conociste.
Quiero contarte esto y esto otro, así empezaste. Tu entusiasmo crecía y hablabas cada vez más rápido. Benjamin, recostado en mis brazos, chillaba sin cesar. Me conoces bien y sabes perfectamente cuando estoy mal, pero aún así, lo ignoraste.
“¡¿No ves que no me entero de nada de lo que estás diciendo?! – grité – ¿No oyes como vocifera el niño?” “Acabo de llegar, solo trato de explicarte cómo ha ido el día”, dijiste. Sin embargo, de mi día no se enteró nadie. Sabías perfectamente cómo me sentía y no quisiste deprimirte, por eso te negaste a oírlo.
Fingiendo ser generoso dijiste que te llevabas al niño para que descansara. Pero a los diez minutos el niño ya estaba berreando. Esperé. Siguió gritando. Me asomé, y tu seguías tumbado leyendo tu artículo mientras el niño lloraba en su cochecito. Te miré a los ojos encolerizada y tú estallaste: “¿No lo ves?, no puedo calmarlo, dejalo que llore”. Empecé a insultarte como nunca había hecho antes; me desboqué hasta perder la dignidad. Luego traté de explicarte cómo había pasado el día yo.
– ¿Por qué es más hijo mío que tuyo? ¿Te crees que puedo controlarlo todo? – No sé, tal vez existe eso del instinto maternal… – No, no tengo instinto maternal, me las arreglo como puedo hasta que lo calmo, nada más. Es mi obligación. Tu pruebas cinco minutos y ya dices “¡que se joda!”, y te vas a leer tu puto artículo.
Fragmento del libro «El nudo materno» de Jane Lazarre