
Desde el momento en que Lucile se convirtió en madre, es decir, desde que aparecí en la vida de Lucile, he abandonado toda tentativa de relato objetivo en tercera persona. Quizá me pareció que el yo podía integrarse en el relato mismo, intentar asumirlo. Es mentira, por supuesto. ¿Qué he visto yo desde lo alto de mis seis meses, mis cuatro años, mis diez años (e incluso desde mis cuarenta)? Nada. Y sin embargo continúo desenredando la historia de mi madre, mezclo mi mirada de niña con la de la adulta en la que me he convertido, me agarro a este proyecto o quizá él se agarra a mí, no sé cuál de los dos es más abrumador.
El miedo no me abandonaba, a veces me impedía respirar. Ignoraba lo que significaba. Poco a poco, mi angustia encontró su expresión: tenía miedo de encontrarla muerta. Lucile había escrito en el espejo de nuestro cuarto de baño, con un lápiz de labios color sangre: “me voy a hundir”. Frente a ese espejo, nos peinábamos cada mañana, Manon y yo, con esa amenaza tatuada en el rostro.
Lucile luchaba por ofrecernos su lado menos estropeado, el menos cansado, luchaba por permanecer en vida. Por nosotras, Lucile se levantaba, se vestía, se maquillaba. Por nosotras, salía a comprar pasteles los domingos al mediodía.
Fragmentos del libro «Nada se opone a la noche» de Delphine de Vigan