
Durante el Siglo XVIII, Europa necesitaba contar con brazos para armar los ejércitos que defenderían las fronteras de las naciones recién amanecidas y los índices de mortalidad ponían en riesgo tal proyecto político. Fue imprescindible, para los gobernantes de aquella época, lograr la mayor supervivencia posible de varones; la creación de un instinto, que como tal no podía faltar en ninguna mujer, constituyó una estrategia destinada a salvar la vida de las criaturas que podían ser dañadas, descuidadas o muertas, recayendo tal responsabilidad en la figura femenina.
El amor materno, siempre existente en innumerables mujeres, pasó a convertirse en dato de la biología que como tal garantizase la plena dedicación a la crianza: si se trataba de «algo biológico» debían disponer naturalmente de él todas las mujeres. O sea que, si ellas no funcionasen de acuerdo con ese código, quedarían socialmente estigmatizadas como carentes de una dimensión biológica y resultarían «anormales», pero desde una anormalidad cargada peyorativamente puesto que sus efectos resultarían peligrosos para una criatura; es decir, casi repugnante para la mirada del resto de la comunidad. Con lo cual podrían introducirse perspectivas asociadas a los riesgos que podrían surgir en una familia resultantes del déficit o deterioro de tal instinto; en consecuencia serían las mujeres las responsables de desorganizaciones peligrosas dentro del hogar.
La familia, considerada como un fenómeno «natural», insustituible y ordenado de acuerdo con «leyes naturales» podría ser subvertida por la desarmonía del instinto materno. El planteo se mantiene actualmente en determinados sectores políticos, religiosos y aun técnicos.
No obstante la idea muestra su eficacia ya que encuentra defensores en aulas universitarias, medios de comunicación y comentarios barriales, jugando una decisiva táctica política cuando se trata de defender los valores de la familia tradicional centrándola en las funciones maternas, descontando que el amor de la madre debe darse «naturalmente». Por el contrario y complementariamente es posible sostener que el amor materno es una forma de amor cuya creación es posible en las mujeres adultas, en determinados momentos de sus vidas. Es un producto que resulta de su historia personal, de la época en la cual vive, de su situación económica, de su radio sociocultural y de su posibilidad de haberse vinculado con su deseo de hijo. Lo cual no permite sostener que la maternidad y el amor materno sean consecuencias de la reproducción ya que la disponibilidad anatómica y fisiológica no garantizan el amor hacia el producto al que habrán de convertir -o no- en hijo o hija a lo largo de una extensa tarea de reciprocidades, paciencias y esperanzas.
Fragmentos del capítulo «La familia y los modelos empíricos» de Eva Giberti en el libro «Vivir en familia» (1994)